Ardientes caricias

Botticelli-primavera

Lo vi en cuanto me levanté y miré por la ventana. Venía subiendo desde aquel punto del camino que se atisbaba entre la línea que los edificios del polígono industrial recortaban en el cielo. En ese mismo momento supe que, en cuanto estuviera cerca, no podría resistirme a sus caricias ¡Había sido tan larga esta semana sin verlo ni un solo día!

Estuve trasteando en la casa, limpié los baños (¿por qué siempre debo hacerlo yo?), arreglé los desperfectos que la cena y la noche que la siguió habían provocado, descongelé algo para comer y, mientras, no dejé de mirar por la ventana. Sabía que se iría acercando, hasta que lo vería a través del cristal. Mientras tanto abrí el ordenador, leí y contesté los únicos correos que tenían autores conocidos, amigos o compañeros de trabajo, incluso uno de alguien que era las dos cosas. Por el rabillo del ojo vi que ya estaba allí, imponente, retador, ante mi ventana, reclamando que saliera a su encuentro. Aún me resistí y escribí un rato más, hasta que al final claudiqué ¿Qué iba a hacer? lo veía allí, detrás del cristal, con esa cálida quietud suya, esperándome.

Salí, lo miré de frente, cerré los ojos y, de pie, dejé que me acariciara el rostro. Sin imposiciones, con su suavidad característica, me llevó a tumbarme en la hamaca del jardín, que, por precaución había arrastrado hasta el lugar donde ninguna mirada indiscreta podía llegar. Sus caricias se extendieron por todo mi cuerpo que, inmóvil, se dejaba cubrir con ellas. Oleadas de calor empezaron a invadirme y, poco a poco empecé a desnudarme.

Primero me desprendí de los zapatos y los calcetines para que pudiera acariciar mis pies. Lo hacía tan dulcemente, con tanta suavidad, que, sin levantarme, me quité también los pantalones, mi respiración se aceleró al ritmo de sus caricias, mientras me quitaba la camisa y el sujetador. Rozó mis pechos, libres de ataduras, con tanta delicadeza que consiguió estremecerme. Permanecí un rato con las bragas puestas, quieta, hasta que, con el pubis ardiente, no pude más que quitármelas. Con la ropa esparcida alrededor de la hamaca, seguí, completamente desnuda y sin abrir los ojos, disfrutando de sus caricias que como pequeñas agujas de luz entraban bien dentro de mí. Abrí mis piernas incitándolo a continuar la operación, así encontró el clítoris que se iba calentando con la misma intensidad que lo hacían todas las partes de mi cuerpo. Mis labios estaban a punto de arder mientras mi vientre era invadido por oleadas de calor que se superponían unas sobre otras y mi corazón latía con fuerza. Me quedé bien quieta, gozando de aquella sensación, no por conocida, menos agradable. Cuando empecé a sudar, abrí los ojos y me desesperecé, estirándome como una gata… satisfecha.

Carlos estaría a punto de llegar y convenía que empezara a preparar la comida, así que me vestí y decidí que por aquel día ya había tenido suficiente.